martes, 12 de junio de 2007

La luz azul

Volvían a casa, tenían las manos sucias y el regusto de la derrota en la boca.
Ya era mañana, y sin embargo hoy al mismo tiempo; y la sensación de equivocarse en cada esquina, y de querer hacerlo. Ya era mañana, en todos los sentidos.

El corazón latiendo más deprisa, mirando a través de las hojas de los árboles que encontraban frente a sí. Sintiendo negativas las formas de los ojos de los demás. Sintiéndose ínfimos, despreciables, minúsculos. Asumiendo que no eran más que destellos de personas; pedazos mal pegados, sin valor. Sabiendo que el mundo ya los tenía catalogados.

En el portal, informaciones tristes. ¿A qué sabrá el pan?, se preguntaban a veces sin esperar respuestas, porque eso era algo que ellos ya sabían, aunque no lograran recordarlo tan a menudo como antes. Y no hay un hambre mayor que la de sentimientos, porque es insaciable, dolorosa. Horrible en cada sílaba. Exhaustiva.

En el sofá: la ropa, aún sin doblar; y un libro de postales de sitios en los que nunca habían estado. Nunca juntos.
No hay lágrimas, porque se reconocen, se comprenden. Se aman de esa forma vulgar que empieza tan abajo que corrompe sin que te des cuenta. Sin excepcionalidades.

Vuelven de trabajar. Humo en el pelo. Sudor que se ha enfriado. No son nadie, a nadie interesan. Se saben pequeños. Se saben peldaño.

“¿Quién es alguien?”, se preguntan ahora, las manos enlazadas y café sobre el hule.
La noche se llevó las respuestas empolvadas de blanco en los servicios sucios.
“Nadie nos oye. Nadie nos habla. No hay nadie más que pueda estropearnos lo que es nuestro” Se agotan las preguntas, se agotan las respuestas y las ganas de sentir la porquería en el aire. Se cansa el alma de chocar siempre frente a las barreras de la desilusión que otros pusieron.
Se cansan las manos de estar sucias y el pelo de oler a humo.

El café sobre el hule. Las manos enlazadas, ya no se sienten sucios: es la vida.