lunes, 26 de marzo de 2007

La Página Rota

Aquel era mi primer trabajo serio en el ámbito para el que -después de años de estudio y sacrificio- me había especializado, y bien podía decirlo, durante toda mi vida. Ciertamente, no puedo esperar que alguien encuentre apasionante el estudio y catalogación de documentos históricos. Pero lo que a cualquiera puede parecerle un oficio tedioso hasta lo insoportable es, ante mis ojos, la labor más noble y más honrosa a la que pueda optar un ser humano: la conservación de aquello que fue escrito y, como literatura y pieza de la historia, merece ser preservado para siempre.

Acudí el primer día a la Biblioteca Nacional con la esperanza (algo tibia, aunque latente y viva, apasionada) de descubrir, entre los incontables fondos que se apilaban por doquier a lo largo del laberíntico sótano de la Biblioteca Nacional, y cuya revisión me había sido encomendada, alguno de esos textos incunables que -rara vez, es cierto- todavía aparecen de cuando en cuando para sorpresa y regocijo de los estudiosos de la materia. De modo que bajé, lámpara en mano, las largas escaleras de madera, sintiéndome como el explorador que busca hallar nuevos tesoros jamás contemplados por el ojo humano.

Toda esta emoción se fue desvaneciendo un poco conforme transcurrían las horas. Amaba mi trabajo y me esmeraba, pero iba también tomando conciencia de la inmensa cantidad de textos sin valor que habría de leer, datar, inventariar y reubicar, antes de toparme con algo que tuviese siquiera un leve interés más allá de su antigüedad.

Cada mañana pasaba entre las inmensas columnas de piedra que jalonan la entrada a la biblioteca, sin que se percibieran aún las primeras luces del amanecer; cuando concluía mi jornada laboral ya era de noche.

Los días iban pasando. La soledad y el silencio de aquellos pasadizos, el rancio olor del aire estancado y vetusto, la tenue luz de mi pequeña lámpara portátil, fueron haciendo mella en mi espíritu tanto como debe hacerlo la desazón en el de un presidiario que no tiene esperanza en volver a ser libre. Así que, una de aquellas tardes, decidí concederme un ligero descanso y caminar un rato, prometiéndome sin mucha convicción que evitaría husmear entre los papeles durante al menos quince o veinte minutos. No habían transcurrido ni cinco, sin embargo, cuando un inmenso legajo arrinconado vino a atraer mi vista y mi atención. El color de aquellos papeles era distinto al de los que se amontonaban sobre él, y mi corazón dio un vuelco cuando, imaginando por fin un hallazgo relevante, me abalancé sin cuidado alguno, evitando montañas de volúmenes, sobre él. Enorme fue mi decepción, ya que sólo se trataba de textos contables (valiosos por su datación, en cualquier caso) de algún terrateniente muerto hacía siglos. Cuando, desilusionado, me senté junto al muro de páginas amarillentas que formaban aquellos documentos, éste cedió con estrépito, hallándome segundos después cubierto de polvo y de papeles que se deshacían con el simple contacto de mis dedos. Maldije mi torpeza en voz alta pero, al incorporarme, pude ver que tras aquellos papeles se ocultaba una vieja puerta de madera. Franquearla fue fácil, pese a estar cerrada con llave, dado que las bisagras, tras incontables años de desatención, se habían desprendido de la madera, de forma que ésta cayó tras un mínimo golpe, levantando una bruma de suciedad y de un aire casi opaco, como si alguien soplase sobre un montón de cenizas.

Corrí a por la lámpara y atravesé el umbral, inquieto, expectante...Jamás habría podido imaginar la naturaleza de mi descubrimiento.

La puerta daba paso a una pequeña sala, sin ventanas y con el techo abovedado y bajo. Había un par de muebles a punto de desmoronarse por la carcoma. Sobre ellos, varios libros, y unas cuantas botellas de vidrio sin etiqueta, llenas de algo, quizá vino. Había también dos taburetes bajos, en el mismo estado de ruina. Había por último dos cadáveres. O, dicho con más acierto, dos esqueletos humanos. El primero de ellos yacía sobre su espalda, arrinconado al fondo de la estancia. El otro parecía haberse derrumbado desde una de las sillas, quedando a los pies de ésta, hecho un ovillo. Entre las costillas de este último, asido aún por los huesudos restos de sus manos, pude ver un resplandor metálico, algo como una daga o una pequeña navaja, con la hoja larga y estrecha.

Junto al primero de los cuerpos había un pliego de papel manuscrito.

La investigación policial que sucedió a estos hechos se cerró sin mucho revuelo, en cuanto los forenses ubicaron la fecha de la muerte en el último cuarto del siglo dieciocho. No me fue permitido el estudio del documento que yo mismo hallara, hasta que los detectives hubieron concluido su trabajo. Más tarde pude determinar que aquello era una carta, datable con bastante precisión entre 1790 y 1800, si bien no deseo aventurarme a concretar una fecha más exacta, y es bien probable que eso carezca de importancia. Lo que sí me sobrecogió fue su contenido -pese a estar incompleto- cuya transcripción cedo ahora al lector, más valiosa que cualquier relato que pueda hacerse sobre ella:

"(...)Porque éramos Nosotros y, ahora, hemos quedado solamente en tú y yo. Por separado. en minúsculas. Elegiste la negación, las palabras que ahogan a otras palabras, que muerden al destino y sus sonrisas.

Yo fabricaba nubes con tu rostro. Te regalé todo cuanto era bello. Me sorprendí capaz de retorcer mi existencia, para adaptarme, dúctil, a tus deseos. Eras el centro de mi fanatismo. Mi cuerpo fue tu cuerpo, y mi alma tu sirviente. Porque yo supe darte los Secretos, te revelé El Enigma y su Respuesta. Me aventuré a hallar en ti la muerte, y fue la muerte sólo lo que obtuve.

Mucho después de eso te he buscado. La oscuridad es todo cuanto encuentro, ante el umbral de cien puertas cerradas.

Y ahora que estoy solo, grabo tus iniciales en la hoja de un cuchillo: el último amigo al que veré con vida.

Vuelve a leer los años si te atreves, porque los errores que nunca creíste haber cometido, te habrán de señalar con el dedo impasible de la culpa.

Ésta es, por tanto mi última voluntad; que, mientras me ahogo en mi propia sangre, me queden fuerzas para escupir sobre tu recuerdo. Y que tú me recuerdes y me llores, como el verdugo llora -aunque nadie lo vea- la vida que ha arrancado:

para siempre."

miércoles, 21 de marzo de 2007

Nadie

Puede decirse que todo empezó el día del atraco: ser encañonado con un arma de fuego mientras un indeseable hijo de puta te roba todo lo que llevas encima no contribuye precisamente a que ames al prójimo ni a esta mierda de sociedad que nos ha tocado en suerte. Pero eso fue sólo el comienzo. Poco a poco vas descubriendo que, en realidad, no necesitas salir a la calle para casi nada. Simplemente con una conexión a internet, un teléfono y una tele con dvd, alguien que apenas tiene amigos y cuya familia dejó de existir años atrás, no echa de menos la luz del sol ni los espacios abiertos. Comida a domicilio, compras a domicilio, médicos a domicilio -si llegase el caso- y alguna que otra visita, no más de cuatro o cinco personas al año. Incluso las prostitutas y las drogas se pueden conseguir sin moverte de casa. De modo que, tras un par de meses así, las cosas parecen volverse normales, y ya no te preguntas qué pensarán de ti los vecinos o por qué en las líneas de atención al usuario nunca responde dos veces la misma voz al otro lado del teléfono.
Se necesita, claro está, una fuente de ingresos económicos. habrá quien tenga una herencia multimillonaria o un golpe de suerte en los juegos de azar. O uno de esos teletrabajos en los que los informes van y vienen vía e-mail. Pero la mejor de las soluciones es, sin lugar a dudas, una pensión vitalicia de las que concede la administración pública para compensar las miserias de una vida como discapacitado. En ese sentido, me atrevo a decir que fue una suerte aquel disparo, la noche del atraco. El informe del cirujano indicaba claramente que la bala había atravesado el abdomen sin causar demasiados destrozos, para quedar alojada en la columna vertebral. Daños permanentes en la médula. Largos meses de hospital: sábanas limpias, comida insípida, paredes blancas y dolorosos ejercicios a diario que no consiguieron rehabilitar nada. Fue como un entrenamiento, una preparación para el encierro voluntario. Parece horrible calificar algo así como un golpe de suerte. Pero, a la vista de los resultados, quizá fue lo mejor que me ha pasado nunca.

Así que, cuando vuelvas (si es que vuelves algún día), no lo hagas para hacerme compañía, ni para preguntar si necesito algo. No me uses para reconciliarte con tu estúpido dios inexistente, o para mantener limpia tu conciencia. No me hace falta ayuda para desenvolverme, ni me apetece nunca hablar con nadie.

Definitivamente, tengo aquí todo lo que necesito.

domingo, 11 de marzo de 2007

Carta

Aún no tengo muy claro que era lo que ibas buscando en aquel lugar, ni qué fue lo que te atrajo.
Sólo sé que me sometiste a tus pruebas y las fui pasando una por una, sin ser plenamente consciente de ello.
Te acercaste sigilosamente y susurraste tus aptitudes a mi oído, luego me hiciste preguntas acerca de mi todo, y sonreías con cada una de mis respuestas, de mis gestos, de mis silencios.
Seguiste observando desde la distancia (eso lo supe luego), en las sombras que el ruido de la noche te facilitaban, y escudriñabas cada parte que yo trataba de ocultar, desnudándome a tu manera, con tus reglas.
Luego me lanzaste más preguntas, acerca del futuro, de los planes, del mundo. Pediste referencias firmadas, me sorprende que no solicitaras análisis de sangre. Finalmente decidiste estrujarme contra el pecho, fundiéndome con tu desilusión, atrapándome en la jaula de tu apatía.
Ayer se cumplió el plazo que teníamos previsto para el fin del futuro, para el comienzo del presente. Y es ahora cuando quiero decirte que lo hemos conseguido, que ha dado su fruto el esfuerzo que hiciste para escoger el vientre, hoy te puedo decir que nos hemos quedado preñados de traición y desengaño.