jueves, 29 de noviembre de 2007

Teoría del potencial nulo

La situación de partida es la siguiente: cansados y ateridos de frío. Importaba muy poco, en cualquier caso. Pero lo cierto es que las articulaciones –y, en especial, las rodillas, bajo estos vaqueros sucios y gastados- concentraban un dolor agudo, intensificado en ocasiones cuando la brisa y la humedad del río arreciaban en efímeros golpes. La noche se acercaba limpia. Olor a calima. El mar estaba lejos, muy lejos; pero estaba. Sujetando la mía, en contraste, su mano resultaba cálida y pequeña. Cubría mis dedos como un edredón tibio bajo el cual uno ensueña con quedarse eternamente. Eso, y su voz, sus voces, las palabras que escogía tan certeramente, de forma natural, tanto que parecía no pensarlas. Ella es capaz de dirigir las frases, te esposa y te amordaza con nudos de palabras. Y, cuando quieres darte cuenta, te has hundido en el fondo de sus enormes ojos. Su mirada es entonces tu mirada. Se hace dueña de ti. Y tú te abandonas.

Todo es idílico. Perfecto. Un espejismo abstracto en el que las ideas flotan al antojo de su voluntad. Porque lo cierto es que tras despedirnos, cuando camino a solas de vuelta hacia mi piso, la realidad se encarga de recordar de nuevo que nunca será mía. Hace tiempo que analicé el proceso. Primero, negación: me resisto a creer que estoy equivocado, que la magia y los sueños son sólo magia, sueño. El humo en que se pierde la hoguera de poemas. Así que a esto le sigue la toma de conciencia, asunción resignada de que existe una linde que cerca este infinito.

Luego, ya en el infierno, reniego de mi esfuerzo y de las rendiciones que me hacen caer de nuevo. Maldigo su veneno, vuelco la culpa en ella. Con paso apresurado, sólo deseo estar de nuevo en casa. Olvidarme de todo.

El último escalón es la agonía. Me abandono a los vicios, me pierdo en los placebos. Lloro, río, me muero, me vacío de mi mismo y hablo con mis demonios. Rememoro sus gestos e invento los que quiero. Sacio mi sinvivir con soledad y llanto. Pierdo en esta batalla contra el ego y el miedo.

Y, al final, cerca ya el alba, en un océano de páginas, de libros y cuadernos, convoco a la inconsciencia. Y la inconsciencia acude, abrazando mis párpados, a besarme en el pecho con sus labios de tregua. Es cuando el sueño vela mis desvelos: dormido y esperando, de nuevo, su llamada.

martes, 13 de noviembre de 2007

La víctima de Darwin

"Tu propia mente te está matando".

Poca gente se ríe al escuchar una frase así. Pero él reía. De forma incomprensible, su atención se centraba más en el cómico vaivén que aquel señor -oncólogo y psiquiatra, para más señas- imprimía a su bigote al expresarse en términos sombríos.

El bigote bailaba, y él reía. Todo lo demás era irrelevante.

- ¿Me estás escuchando? Oye, ¿has vuelto a drogarte? Lo que te digo es muy serio y, ya que he accedido a las insistentes solicitudes de tu padre, y estoy aquí tratando de averiguar qué te ocurre, lo mínimo que podrías hacer es poner algo de atención...

Debió surtir efecto porque, bruscamente, su gesto se convirtió en una compleja y simétrica distribución de trazos angulosos, desafiante y profunda, en perfecta armonía con la estrecha silueta de sus ojos entornados. En la insondable oscuridad de aquellos gélidos espejos esféricos se removía un caos incesante, imposible de descifrar.

- Entiendo perfectamente la gravedad que encierran sus palabras. Según su teoría -y corríjame, por favor, si me equivoco- el cáncer que anida en mi cráneo se nutre y fortalece de mis sombríos pensamientos, de mi constante divagar, de mi pesimismo. ¿Estoy en lo cierto?

El médico, perplejo, precisó de varios segundos para recomponerse ante aquella reacción inesperada.

- Es eso, a grandes rasgos. Verás: en mi dilatada experiencia como especialista, he tenido ocasión de tratar a mucha pobre gente que, por desgracia, han pasado por lo mismo que tú. Alguno de ellos logró superarlo, salvar su vida, incluso. Lo que me desorienta de tu caso es la inutilidad absoluta de cualquier medicación o terapia. Tu padre cree que te has rendido. Por eso recurrió a mi. Pero yo pienso que vas más allá. Estoy convencido de que tú alimentas a la enfermedad. La cobijas y cuidas. Estás haciéndola crecer, dándole alas.

- En ese caso no soy más que un suicida, y no hay nada que usted pueda hacer por mi. ¿Para qué insistir, entonces?

- Escúchame. Quiero que comprendas que estoy aquí para ayudarte...

- Nadie puede ayudarme -pronunció estas palabras con voz firme, quizás en un tono más alto de lo estrictamente necesario. Su interrupción fue brusca, decidida-. Me estoy muriendo, doctor. No hace falta que edulcore su discurso. Los dos sabemos que no saldré de esta. Y sabemos también que a ninguno nos importa demasiado.

- Recapacita, hijo. Eres joven, impulsivo por tanto y, hasta donde he alcanzado a conocerte, un pesimista sin remedio. Pero tienes opciones. Un futuro, aunque sea un futuro a corto plazo. Lo que te estás haciendo a ti mismo es inhumano.

Volvía a sonreír. No temía nada. Sus esfuerzos se centraban únicamente en hacer comprender a los demás algo que probablemente nunca entenderían. Él era el rostro mismo de la muerte. No se limitaba a asumirla: la acogía, con una bienvenida visionaria de quien recibe, agradecido, a un huésped que es también su salvador.

- Doctor: la desgracia mayor del Ser Humano es la consciencia misma, el intelecto. Elegimos abandonar un camino sencillo, violar las leyes de la naturaleza. Hemos forzado a la evolución para que nos lleve donde deseábamos estar. Y ha funcionado. Pero el sendero ha ido quedando jalonado por los despojos de aquellos que no han logrado adaptarse. Ahí radica la verdadera fuerza de la Madre Tierra, que exige para sí un tributo a cambio del agravio. Nos hemos convertido a nosotros mismos en meras herramientas: útiles para el colectivo, letales para nosotros mismos. La mente es una máquina autodestructiva. Y la mía no ha hecho sino perfeccionar los métodos naturales de autoeliminación.

Se puso de pie, ante la atónita mirada del facultativo, que nadaba inútilmente en el estupor, tratando aún de ordenar sus pensamientos.

- Así que, si en algo estima su orgullo de raza, la honra suprema de pertenecer a la estirpe más digna de toda la creación, adopte una alegría colectiva: yo soy el resultado de vuestra evolución. La víctima de Darwin. El caso marginal que empaña una estadística, por lo demás brillante. Púdranse en su autocomplacencia. Yo buscaré la muerte a solas. Les haré ese regalo.

Tomo la puerta, anduvo, se alejó. Y ya desde el pasillo, como una fantasmal voz en off, se oyó su última frase:

- No me den las gracias.