jueves, 29 de noviembre de 2007

Teoría del potencial nulo

La situación de partida es la siguiente: cansados y ateridos de frío. Importaba muy poco, en cualquier caso. Pero lo cierto es que las articulaciones –y, en especial, las rodillas, bajo estos vaqueros sucios y gastados- concentraban un dolor agudo, intensificado en ocasiones cuando la brisa y la humedad del río arreciaban en efímeros golpes. La noche se acercaba limpia. Olor a calima. El mar estaba lejos, muy lejos; pero estaba. Sujetando la mía, en contraste, su mano resultaba cálida y pequeña. Cubría mis dedos como un edredón tibio bajo el cual uno ensueña con quedarse eternamente. Eso, y su voz, sus voces, las palabras que escogía tan certeramente, de forma natural, tanto que parecía no pensarlas. Ella es capaz de dirigir las frases, te esposa y te amordaza con nudos de palabras. Y, cuando quieres darte cuenta, te has hundido en el fondo de sus enormes ojos. Su mirada es entonces tu mirada. Se hace dueña de ti. Y tú te abandonas.

Todo es idílico. Perfecto. Un espejismo abstracto en el que las ideas flotan al antojo de su voluntad. Porque lo cierto es que tras despedirnos, cuando camino a solas de vuelta hacia mi piso, la realidad se encarga de recordar de nuevo que nunca será mía. Hace tiempo que analicé el proceso. Primero, negación: me resisto a creer que estoy equivocado, que la magia y los sueños son sólo magia, sueño. El humo en que se pierde la hoguera de poemas. Así que a esto le sigue la toma de conciencia, asunción resignada de que existe una linde que cerca este infinito.

Luego, ya en el infierno, reniego de mi esfuerzo y de las rendiciones que me hacen caer de nuevo. Maldigo su veneno, vuelco la culpa en ella. Con paso apresurado, sólo deseo estar de nuevo en casa. Olvidarme de todo.

El último escalón es la agonía. Me abandono a los vicios, me pierdo en los placebos. Lloro, río, me muero, me vacío de mi mismo y hablo con mis demonios. Rememoro sus gestos e invento los que quiero. Sacio mi sinvivir con soledad y llanto. Pierdo en esta batalla contra el ego y el miedo.

Y, al final, cerca ya el alba, en un océano de páginas, de libros y cuadernos, convoco a la inconsciencia. Y la inconsciencia acude, abrazando mis párpados, a besarme en el pecho con sus labios de tregua. Es cuando el sueño vela mis desvelos: dormido y esperando, de nuevo, su llamada.

martes, 13 de noviembre de 2007

La víctima de Darwin

"Tu propia mente te está matando".

Poca gente se ríe al escuchar una frase así. Pero él reía. De forma incomprensible, su atención se centraba más en el cómico vaivén que aquel señor -oncólogo y psiquiatra, para más señas- imprimía a su bigote al expresarse en términos sombríos.

El bigote bailaba, y él reía. Todo lo demás era irrelevante.

- ¿Me estás escuchando? Oye, ¿has vuelto a drogarte? Lo que te digo es muy serio y, ya que he accedido a las insistentes solicitudes de tu padre, y estoy aquí tratando de averiguar qué te ocurre, lo mínimo que podrías hacer es poner algo de atención...

Debió surtir efecto porque, bruscamente, su gesto se convirtió en una compleja y simétrica distribución de trazos angulosos, desafiante y profunda, en perfecta armonía con la estrecha silueta de sus ojos entornados. En la insondable oscuridad de aquellos gélidos espejos esféricos se removía un caos incesante, imposible de descifrar.

- Entiendo perfectamente la gravedad que encierran sus palabras. Según su teoría -y corríjame, por favor, si me equivoco- el cáncer que anida en mi cráneo se nutre y fortalece de mis sombríos pensamientos, de mi constante divagar, de mi pesimismo. ¿Estoy en lo cierto?

El médico, perplejo, precisó de varios segundos para recomponerse ante aquella reacción inesperada.

- Es eso, a grandes rasgos. Verás: en mi dilatada experiencia como especialista, he tenido ocasión de tratar a mucha pobre gente que, por desgracia, han pasado por lo mismo que tú. Alguno de ellos logró superarlo, salvar su vida, incluso. Lo que me desorienta de tu caso es la inutilidad absoluta de cualquier medicación o terapia. Tu padre cree que te has rendido. Por eso recurrió a mi. Pero yo pienso que vas más allá. Estoy convencido de que tú alimentas a la enfermedad. La cobijas y cuidas. Estás haciéndola crecer, dándole alas.

- En ese caso no soy más que un suicida, y no hay nada que usted pueda hacer por mi. ¿Para qué insistir, entonces?

- Escúchame. Quiero que comprendas que estoy aquí para ayudarte...

- Nadie puede ayudarme -pronunció estas palabras con voz firme, quizás en un tono más alto de lo estrictamente necesario. Su interrupción fue brusca, decidida-. Me estoy muriendo, doctor. No hace falta que edulcore su discurso. Los dos sabemos que no saldré de esta. Y sabemos también que a ninguno nos importa demasiado.

- Recapacita, hijo. Eres joven, impulsivo por tanto y, hasta donde he alcanzado a conocerte, un pesimista sin remedio. Pero tienes opciones. Un futuro, aunque sea un futuro a corto plazo. Lo que te estás haciendo a ti mismo es inhumano.

Volvía a sonreír. No temía nada. Sus esfuerzos se centraban únicamente en hacer comprender a los demás algo que probablemente nunca entenderían. Él era el rostro mismo de la muerte. No se limitaba a asumirla: la acogía, con una bienvenida visionaria de quien recibe, agradecido, a un huésped que es también su salvador.

- Doctor: la desgracia mayor del Ser Humano es la consciencia misma, el intelecto. Elegimos abandonar un camino sencillo, violar las leyes de la naturaleza. Hemos forzado a la evolución para que nos lleve donde deseábamos estar. Y ha funcionado. Pero el sendero ha ido quedando jalonado por los despojos de aquellos que no han logrado adaptarse. Ahí radica la verdadera fuerza de la Madre Tierra, que exige para sí un tributo a cambio del agravio. Nos hemos convertido a nosotros mismos en meras herramientas: útiles para el colectivo, letales para nosotros mismos. La mente es una máquina autodestructiva. Y la mía no ha hecho sino perfeccionar los métodos naturales de autoeliminación.

Se puso de pie, ante la atónita mirada del facultativo, que nadaba inútilmente en el estupor, tratando aún de ordenar sus pensamientos.

- Así que, si en algo estima su orgullo de raza, la honra suprema de pertenecer a la estirpe más digna de toda la creación, adopte una alegría colectiva: yo soy el resultado de vuestra evolución. La víctima de Darwin. El caso marginal que empaña una estadística, por lo demás brillante. Púdranse en su autocomplacencia. Yo buscaré la muerte a solas. Les haré ese regalo.

Tomo la puerta, anduvo, se alejó. Y ya desde el pasillo, como una fantasmal voz en off, se oyó su última frase:

- No me den las gracias.

martes, 12 de junio de 2007

La luz azul

Volvían a casa, tenían las manos sucias y el regusto de la derrota en la boca.
Ya era mañana, y sin embargo hoy al mismo tiempo; y la sensación de equivocarse en cada esquina, y de querer hacerlo. Ya era mañana, en todos los sentidos.

El corazón latiendo más deprisa, mirando a través de las hojas de los árboles que encontraban frente a sí. Sintiendo negativas las formas de los ojos de los demás. Sintiéndose ínfimos, despreciables, minúsculos. Asumiendo que no eran más que destellos de personas; pedazos mal pegados, sin valor. Sabiendo que el mundo ya los tenía catalogados.

En el portal, informaciones tristes. ¿A qué sabrá el pan?, se preguntaban a veces sin esperar respuestas, porque eso era algo que ellos ya sabían, aunque no lograran recordarlo tan a menudo como antes. Y no hay un hambre mayor que la de sentimientos, porque es insaciable, dolorosa. Horrible en cada sílaba. Exhaustiva.

En el sofá: la ropa, aún sin doblar; y un libro de postales de sitios en los que nunca habían estado. Nunca juntos.
No hay lágrimas, porque se reconocen, se comprenden. Se aman de esa forma vulgar que empieza tan abajo que corrompe sin que te des cuenta. Sin excepcionalidades.

Vuelven de trabajar. Humo en el pelo. Sudor que se ha enfriado. No son nadie, a nadie interesan. Se saben pequeños. Se saben peldaño.

“¿Quién es alguien?”, se preguntan ahora, las manos enlazadas y café sobre el hule.
La noche se llevó las respuestas empolvadas de blanco en los servicios sucios.
“Nadie nos oye. Nadie nos habla. No hay nadie más que pueda estropearnos lo que es nuestro” Se agotan las preguntas, se agotan las respuestas y las ganas de sentir la porquería en el aire. Se cansa el alma de chocar siempre frente a las barreras de la desilusión que otros pusieron.
Se cansan las manos de estar sucias y el pelo de oler a humo.

El café sobre el hule. Las manos enlazadas, ya no se sienten sucios: es la vida.

lunes, 28 de mayo de 2007

La matemática de los nombres

La idea se le ocurrió en una larga noche de insomnio, de esas en las que el cansancio y el hastío hacen que la mente funcione de una forma anómala. Estaba cambiando constantemente de canal; a esas horas no hay nada siquiera pasable en la televisión. En uno de los canales, el director de un importante periódico resumía su punto de vista acerca de alguna noticia reciente. El letrero sobreimpreso rezaba: “Rafael Nadal. Director de El Periódico de Cataluña”. Le resultó curioso descubrir que aquel hombre se llamaba igual que el famoso tenista. Y, de ahí a plantearse la pregunta, sólo había un pequeño paso. De entre las personas que comparten idéntico nombre, ¿cuántas habrá que, además, hayan alcanzado una cota de éxito digna de mención? Si realizáramos un estudio exhaustivo de la cuestión, podríamos determinar cuál es la combinación nombre-apellido idónea para el éxito. Y, yendo un paso más allá, sería posible incluso aprovechar este dato estadístico para propiciar que, dando un nombre y apellidos bien escogidos a un sujeto determinado (por ejemplo, un recién nacido), este cuente con una capacidad potencial de éxito mucho más alta que la del resto de sus congéneres.

Así empezó a tomar forma la teoría. Claro que, poco después, comenzaron a aflorar los escollos: había, antes que nada, que determinar de la forma más objetiva posible cuál sería la escala para ponderar el éxito de las personas. Rafael Nadal, el director de periódico, era sin duda un hombre importante y con una carrera laboral envidiable. No es arriesgado elucubrar sin embargo que el otro Rafael Nadal, el mundialmente famoso tenista, gozaba sin duda de mayor celebridad y éxito en casi todos los sentidos. ¿Cómo asignar cuantitativamente y de forma fiable el valor de esta variable? Finalmente decidió que habría que calibrar este aspecto dividiéndolo en categorías: éxitos laborales, financieros, artísticos... Podría así decidir cuál sería el nombre adecuado para tener una mayor probabilidad de éxito en cada uno de esos ámbitos.

Estaba, por otra parte, la dificultad para recabar información realista y actualizada de todas las personas que se llaman igual que otras, y sus respectivos éxitos vitales... Para solucionar esto, se le ocurrió que lanzaría una encuesta a través de internet, publicitándola todo lo que fuera necesario. También podía contratar a una consultora, así que este paso no resultaba muy problemático desde su punto de vista. Quizá incluso se atrevería a establecer una correlación entre nombres equivalentes en distintos idiomas. Eso seguro que contribuiría a una mayor fiabilidad de su estudio.

Mientras su teoría se concretaba más y más, no dejaba de plantearse nuevos matices que deberían ser tenidos en cuenta. Pensaba, por ejemplo, si debía incluir sólo a personas vivas o también, siendo más concienzudo, a todos los Rafael Nadal que en el mundo han sido. ¿Tendría en cuenta también a los que, a lo largo de su vida, decidieron cambiar de nombre? Ítem más, ¿deberían contar también los fracasos como puntuación negativa en su estadística?

Cuando el sueño le venció por fin, tan sólo había madurado una pequeña parte de la fórmula matemática que buscaba. Sin embargo, se quedó dormido pensando que, tarde o temprano, encontraría el nombre ideal para la persona ideal que quizá jamás existiría.

lunes, 26 de marzo de 2007

La Página Rota

Aquel era mi primer trabajo serio en el ámbito para el que -después de años de estudio y sacrificio- me había especializado, y bien podía decirlo, durante toda mi vida. Ciertamente, no puedo esperar que alguien encuentre apasionante el estudio y catalogación de documentos históricos. Pero lo que a cualquiera puede parecerle un oficio tedioso hasta lo insoportable es, ante mis ojos, la labor más noble y más honrosa a la que pueda optar un ser humano: la conservación de aquello que fue escrito y, como literatura y pieza de la historia, merece ser preservado para siempre.

Acudí el primer día a la Biblioteca Nacional con la esperanza (algo tibia, aunque latente y viva, apasionada) de descubrir, entre los incontables fondos que se apilaban por doquier a lo largo del laberíntico sótano de la Biblioteca Nacional, y cuya revisión me había sido encomendada, alguno de esos textos incunables que -rara vez, es cierto- todavía aparecen de cuando en cuando para sorpresa y regocijo de los estudiosos de la materia. De modo que bajé, lámpara en mano, las largas escaleras de madera, sintiéndome como el explorador que busca hallar nuevos tesoros jamás contemplados por el ojo humano.

Toda esta emoción se fue desvaneciendo un poco conforme transcurrían las horas. Amaba mi trabajo y me esmeraba, pero iba también tomando conciencia de la inmensa cantidad de textos sin valor que habría de leer, datar, inventariar y reubicar, antes de toparme con algo que tuviese siquiera un leve interés más allá de su antigüedad.

Cada mañana pasaba entre las inmensas columnas de piedra que jalonan la entrada a la biblioteca, sin que se percibieran aún las primeras luces del amanecer; cuando concluía mi jornada laboral ya era de noche.

Los días iban pasando. La soledad y el silencio de aquellos pasadizos, el rancio olor del aire estancado y vetusto, la tenue luz de mi pequeña lámpara portátil, fueron haciendo mella en mi espíritu tanto como debe hacerlo la desazón en el de un presidiario que no tiene esperanza en volver a ser libre. Así que, una de aquellas tardes, decidí concederme un ligero descanso y caminar un rato, prometiéndome sin mucha convicción que evitaría husmear entre los papeles durante al menos quince o veinte minutos. No habían transcurrido ni cinco, sin embargo, cuando un inmenso legajo arrinconado vino a atraer mi vista y mi atención. El color de aquellos papeles era distinto al de los que se amontonaban sobre él, y mi corazón dio un vuelco cuando, imaginando por fin un hallazgo relevante, me abalancé sin cuidado alguno, evitando montañas de volúmenes, sobre él. Enorme fue mi decepción, ya que sólo se trataba de textos contables (valiosos por su datación, en cualquier caso) de algún terrateniente muerto hacía siglos. Cuando, desilusionado, me senté junto al muro de páginas amarillentas que formaban aquellos documentos, éste cedió con estrépito, hallándome segundos después cubierto de polvo y de papeles que se deshacían con el simple contacto de mis dedos. Maldije mi torpeza en voz alta pero, al incorporarme, pude ver que tras aquellos papeles se ocultaba una vieja puerta de madera. Franquearla fue fácil, pese a estar cerrada con llave, dado que las bisagras, tras incontables años de desatención, se habían desprendido de la madera, de forma que ésta cayó tras un mínimo golpe, levantando una bruma de suciedad y de un aire casi opaco, como si alguien soplase sobre un montón de cenizas.

Corrí a por la lámpara y atravesé el umbral, inquieto, expectante...Jamás habría podido imaginar la naturaleza de mi descubrimiento.

La puerta daba paso a una pequeña sala, sin ventanas y con el techo abovedado y bajo. Había un par de muebles a punto de desmoronarse por la carcoma. Sobre ellos, varios libros, y unas cuantas botellas de vidrio sin etiqueta, llenas de algo, quizá vino. Había también dos taburetes bajos, en el mismo estado de ruina. Había por último dos cadáveres. O, dicho con más acierto, dos esqueletos humanos. El primero de ellos yacía sobre su espalda, arrinconado al fondo de la estancia. El otro parecía haberse derrumbado desde una de las sillas, quedando a los pies de ésta, hecho un ovillo. Entre las costillas de este último, asido aún por los huesudos restos de sus manos, pude ver un resplandor metálico, algo como una daga o una pequeña navaja, con la hoja larga y estrecha.

Junto al primero de los cuerpos había un pliego de papel manuscrito.

La investigación policial que sucedió a estos hechos se cerró sin mucho revuelo, en cuanto los forenses ubicaron la fecha de la muerte en el último cuarto del siglo dieciocho. No me fue permitido el estudio del documento que yo mismo hallara, hasta que los detectives hubieron concluido su trabajo. Más tarde pude determinar que aquello era una carta, datable con bastante precisión entre 1790 y 1800, si bien no deseo aventurarme a concretar una fecha más exacta, y es bien probable que eso carezca de importancia. Lo que sí me sobrecogió fue su contenido -pese a estar incompleto- cuya transcripción cedo ahora al lector, más valiosa que cualquier relato que pueda hacerse sobre ella:

"(...)Porque éramos Nosotros y, ahora, hemos quedado solamente en tú y yo. Por separado. en minúsculas. Elegiste la negación, las palabras que ahogan a otras palabras, que muerden al destino y sus sonrisas.

Yo fabricaba nubes con tu rostro. Te regalé todo cuanto era bello. Me sorprendí capaz de retorcer mi existencia, para adaptarme, dúctil, a tus deseos. Eras el centro de mi fanatismo. Mi cuerpo fue tu cuerpo, y mi alma tu sirviente. Porque yo supe darte los Secretos, te revelé El Enigma y su Respuesta. Me aventuré a hallar en ti la muerte, y fue la muerte sólo lo que obtuve.

Mucho después de eso te he buscado. La oscuridad es todo cuanto encuentro, ante el umbral de cien puertas cerradas.

Y ahora que estoy solo, grabo tus iniciales en la hoja de un cuchillo: el último amigo al que veré con vida.

Vuelve a leer los años si te atreves, porque los errores que nunca creíste haber cometido, te habrán de señalar con el dedo impasible de la culpa.

Ésta es, por tanto mi última voluntad; que, mientras me ahogo en mi propia sangre, me queden fuerzas para escupir sobre tu recuerdo. Y que tú me recuerdes y me llores, como el verdugo llora -aunque nadie lo vea- la vida que ha arrancado:

para siempre."

miércoles, 21 de marzo de 2007

Nadie

Puede decirse que todo empezó el día del atraco: ser encañonado con un arma de fuego mientras un indeseable hijo de puta te roba todo lo que llevas encima no contribuye precisamente a que ames al prójimo ni a esta mierda de sociedad que nos ha tocado en suerte. Pero eso fue sólo el comienzo. Poco a poco vas descubriendo que, en realidad, no necesitas salir a la calle para casi nada. Simplemente con una conexión a internet, un teléfono y una tele con dvd, alguien que apenas tiene amigos y cuya familia dejó de existir años atrás, no echa de menos la luz del sol ni los espacios abiertos. Comida a domicilio, compras a domicilio, médicos a domicilio -si llegase el caso- y alguna que otra visita, no más de cuatro o cinco personas al año. Incluso las prostitutas y las drogas se pueden conseguir sin moverte de casa. De modo que, tras un par de meses así, las cosas parecen volverse normales, y ya no te preguntas qué pensarán de ti los vecinos o por qué en las líneas de atención al usuario nunca responde dos veces la misma voz al otro lado del teléfono.
Se necesita, claro está, una fuente de ingresos económicos. habrá quien tenga una herencia multimillonaria o un golpe de suerte en los juegos de azar. O uno de esos teletrabajos en los que los informes van y vienen vía e-mail. Pero la mejor de las soluciones es, sin lugar a dudas, una pensión vitalicia de las que concede la administración pública para compensar las miserias de una vida como discapacitado. En ese sentido, me atrevo a decir que fue una suerte aquel disparo, la noche del atraco. El informe del cirujano indicaba claramente que la bala había atravesado el abdomen sin causar demasiados destrozos, para quedar alojada en la columna vertebral. Daños permanentes en la médula. Largos meses de hospital: sábanas limpias, comida insípida, paredes blancas y dolorosos ejercicios a diario que no consiguieron rehabilitar nada. Fue como un entrenamiento, una preparación para el encierro voluntario. Parece horrible calificar algo así como un golpe de suerte. Pero, a la vista de los resultados, quizá fue lo mejor que me ha pasado nunca.

Así que, cuando vuelvas (si es que vuelves algún día), no lo hagas para hacerme compañía, ni para preguntar si necesito algo. No me uses para reconciliarte con tu estúpido dios inexistente, o para mantener limpia tu conciencia. No me hace falta ayuda para desenvolverme, ni me apetece nunca hablar con nadie.

Definitivamente, tengo aquí todo lo que necesito.

domingo, 11 de marzo de 2007

Carta

Aún no tengo muy claro que era lo que ibas buscando en aquel lugar, ni qué fue lo que te atrajo.
Sólo sé que me sometiste a tus pruebas y las fui pasando una por una, sin ser plenamente consciente de ello.
Te acercaste sigilosamente y susurraste tus aptitudes a mi oído, luego me hiciste preguntas acerca de mi todo, y sonreías con cada una de mis respuestas, de mis gestos, de mis silencios.
Seguiste observando desde la distancia (eso lo supe luego), en las sombras que el ruido de la noche te facilitaban, y escudriñabas cada parte que yo trataba de ocultar, desnudándome a tu manera, con tus reglas.
Luego me lanzaste más preguntas, acerca del futuro, de los planes, del mundo. Pediste referencias firmadas, me sorprende que no solicitaras análisis de sangre. Finalmente decidiste estrujarme contra el pecho, fundiéndome con tu desilusión, atrapándome en la jaula de tu apatía.
Ayer se cumplió el plazo que teníamos previsto para el fin del futuro, para el comienzo del presente. Y es ahora cuando quiero decirte que lo hemos conseguido, que ha dado su fruto el esfuerzo que hiciste para escoger el vientre, hoy te puedo decir que nos hemos quedado preñados de traición y desengaño.

jueves, 15 de febrero de 2007

Borrador escrito en el Atelier




Usted tampoco me creerá, como ninguno de los que escucharon mi historia en los dos años de reclusión que llevo aquí por abandonar mi puesto...
El general Invierno golpeaba más duramente que nunca, aunque nosotros estábamos mejor preparados que nuestros enemigos. Los continuos temblores de tierra provocados por los bombardeos hacían imposible dormir más de dos horas seguidas, y así estábamos en una dura lucha por conservar la fábrica de tractores, que en las últimas doce horas había cambiado de mando seis veces, alimentándonos de la carne cruda de un caballo que yacía a unos metros de nuestra posición. Apenas nos quedaban municiones cuando una granada cayó cerca de mi batallón destrozando a tres de mis compañeros; aturdido por el estruendo y cubierto de polvo y sangre fue cuando los vi...en el exterior, dos hombres con un extraño vestuario que no había visto antes caminaban tranquilamente por la calle principal de la ciudad, al observar que uno de ellos llevaba un aparato con una gran mira telescópica pensé que era el francotirador que los alemanes habían enviado para cazar al camarada Zaitsev, así que fui, esquivando las balas y los escombros, hasta la puerta de la fábrica, y disparé dos veces contra ellos, sin embargo, parecía que ni siquiera escuchaban las balas, que no les afectaba el nausebando olor de los cadáveres en descomposición que inundaban las aceras, sobreponiéndome de la sorpresa como pude, y aún con un enorme zumbido en mis oidos, vi que ninguno de los dos llevaba armas de fuego a la vista, así que decidí acercarme pues esa presa podía valerme pasar de ser secretario de mi unidad del Komsomol a ser acreedor de la medalla de Héroe de la unión soviética; corrí lo más rápido que pude, apuntándoles con mi rifle y gritándoles casi al oido las palabras en alemán que me habían enseñado en la NKVD:

Fritz!!Hitler Kaputt!!

Pero actuaban como si yo no estuviera allí, ya empezaba a pensar que eran de esos brujos que Hitler mandaba en busca de objetos esotéricos cuando vi un resplandor en la parte alta de un edificio. Era el alemán. Justo después de recibir un balazo en el hombro pude ver cómo uno de ellos se agachaba a recoger unpequeño objeto rectangular y pronunciaba una extraña fase:

"Quizás ahora hayamos obtenido alguna psicofonía".

miércoles, 14 de febrero de 2007

viernes, 9 de febrero de 2007

Tuve que hacerlo

No me quedaba otra opción. Ella había mancillado mi honor, estaba escupiendo sobre mi amor inmenso cuando gritaba a horcajadas sobre él, con los ojos cerrados y el pelo sudoroso cayendo sobre sus hombros y su espalda. Después se había reído. Fue la gota que colmó el vaso de mi desesperanza. Sé perfectamente que reía, detrás de esa careta de pálida incomprensión, cuando empezó a entender que aquello no era un juego, que su amante -ya muerto- se desangraba despaciosamente, empapando las sábanas, el colchón y, finalmente, las zapatillas a cuadros que había junto a la cama. Del cuchillo ya sólo era visible una pequeña parte del mango de madera. El resto separaba en dos partes iguales el corazón inmóvil de aquel hijo de puta. Al menos así lo visualizaba yo. Y no sentía culpa alguna: estábamos en paz. Un corazón rajado por otro hecho pedazos.

El sonido de las gotas sobre el parqué pareció extraerla de su pétreo estado. Movió los ojos nerviosamente, de aquel cuerpo desnudo a mi, y vuelta de nuevo, en un bucle que parecía no tener final. Fue entonces cuando descubrí que estaba comparando, que ante aquel sexo inerte, el mío le parecería pequeño, inútil. Sí, lo vi claro. Ella le prefería por un motivo tan sucio, tan egoísta, tan malvado.

Tuve que hacerlo. No me quedaba otra opción.

viernes, 2 de febrero de 2007

Sí, definitivamente hablo tantos idiomas que ni yo misma me entiendo. Me reitero en las formas, en los fondos y en las intenciones.
Me siento muy cansada y quiero bostezar y dormirme al pie de la parra que hay en el camino. Dar un par de bocados al racimo y dejarme llevar plácidamente hasta que caiga el sol. Y luego caminar.
Sola. A oscuras. Silenciosa.

lunes, 22 de enero de 2007

Un minuto y cuarenta segundos

Al fin y al cabo, no me debería costar tanto trabajo levantarme a las siete: llevo despierta desde no sé cuándo, constantemente de la cama al lavabo a vomitar, o dando vueltas sobre el colchón mientras busco una postura que mitigue un poco este maldito dolor de cabeza. Pasar el resto de la resaca haciendo cosas más productivas debería ayudar de alguna forma. Esa es la idea, al menos.

Cuando acabo tan mal, suelo dejarme las bragas para dormir. Si me acuesto sobria duermo desnuda. Sabiendo que voy a pasarme la noche yendo y viniendo del tigre, me resulta más cómodo llevar algo de ropa. Ella también lo prefiere. No entiendo bien por qué le molesta que duerma en pelotas, ni tampoco que ella no lo haga jamás. Pero es que a las mujeres no hay quien las comprenda.

Qué dolor de cabeza. Vaya mierda. Ya debe ser casi la hora: no compensa dormirse cuando dentro de nada hay que estar en planta.

Suena el despertador. Maldito día.

Ya estoy en pie. Vuelvo al cuarto de baño.

Miro el espejo y me dedico la primera y la última sonrisa.

Escupo en el lavabo. Feliz cumpleaños.

jueves, 18 de enero de 2007

Finales

Ella empezó por rascarse el remolino que su pelo formaba a la altura de la nuca. Ese simiesco gesto no tenía, visto desde fuera, nada de intelectual, pese a ser fruto del estado reflexivo en el que andaba sumida.
La opción de cortarse las venas le parecía horrible y, ante todo, sucia como pocas. La idea de ser encontrada en el suelo, en mitad de un charco enorme de sangre -quizás aún caliente- enmarcando su lividez, chocaba con los principios fundamentales de cualquier buen esteta. Estaba, claro, el envenenamiento. Pero sabía que resultaría especialmente doloroso. Nadie se cree esa promesa de que todo ocurrirá sin que apenas te des cuenta: en realidad era probable que, poco antes de fallecer, sintiera como un fuego recorriendo sus venas, los ojos bullendo dentro de sus cuencas...nada agradable, ciertamente.
Descartadas las armas de fuego -pretendía un suicido irónicamente desprovisto de violencia- puede que no quedara más que la baza de arrojarse desde el acantilado en el que tantas veces se había planteado esta misma pregunta, la que ahora removía tantas indecisiones...

...En esto estaba ella cuando, sin haber tenido siquiera el tiempo suficiente para asimilar lo absurdo de aquel final extraño, vio aproximarse -nítido, inevitable, enorme- a través de las cristaleras de la planta ochentaydos, el morro de un avión de pasajeros...

martes, 16 de enero de 2007

Las preocupaciones de un padre de familia

"Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.
Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.
Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.
Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.
-¿Cómo te llamas? -le pregunto.
-Odradek -me contesta.
-¿Y dónde vives?
-Domicilio indeterminado -dice y se ríe. Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.
En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir. "
Franz Kafka