martes, 13 de noviembre de 2007

La víctima de Darwin

"Tu propia mente te está matando".

Poca gente se ríe al escuchar una frase así. Pero él reía. De forma incomprensible, su atención se centraba más en el cómico vaivén que aquel señor -oncólogo y psiquiatra, para más señas- imprimía a su bigote al expresarse en términos sombríos.

El bigote bailaba, y él reía. Todo lo demás era irrelevante.

- ¿Me estás escuchando? Oye, ¿has vuelto a drogarte? Lo que te digo es muy serio y, ya que he accedido a las insistentes solicitudes de tu padre, y estoy aquí tratando de averiguar qué te ocurre, lo mínimo que podrías hacer es poner algo de atención...

Debió surtir efecto porque, bruscamente, su gesto se convirtió en una compleja y simétrica distribución de trazos angulosos, desafiante y profunda, en perfecta armonía con la estrecha silueta de sus ojos entornados. En la insondable oscuridad de aquellos gélidos espejos esféricos se removía un caos incesante, imposible de descifrar.

- Entiendo perfectamente la gravedad que encierran sus palabras. Según su teoría -y corríjame, por favor, si me equivoco- el cáncer que anida en mi cráneo se nutre y fortalece de mis sombríos pensamientos, de mi constante divagar, de mi pesimismo. ¿Estoy en lo cierto?

El médico, perplejo, precisó de varios segundos para recomponerse ante aquella reacción inesperada.

- Es eso, a grandes rasgos. Verás: en mi dilatada experiencia como especialista, he tenido ocasión de tratar a mucha pobre gente que, por desgracia, han pasado por lo mismo que tú. Alguno de ellos logró superarlo, salvar su vida, incluso. Lo que me desorienta de tu caso es la inutilidad absoluta de cualquier medicación o terapia. Tu padre cree que te has rendido. Por eso recurrió a mi. Pero yo pienso que vas más allá. Estoy convencido de que tú alimentas a la enfermedad. La cobijas y cuidas. Estás haciéndola crecer, dándole alas.

- En ese caso no soy más que un suicida, y no hay nada que usted pueda hacer por mi. ¿Para qué insistir, entonces?

- Escúchame. Quiero que comprendas que estoy aquí para ayudarte...

- Nadie puede ayudarme -pronunció estas palabras con voz firme, quizás en un tono más alto de lo estrictamente necesario. Su interrupción fue brusca, decidida-. Me estoy muriendo, doctor. No hace falta que edulcore su discurso. Los dos sabemos que no saldré de esta. Y sabemos también que a ninguno nos importa demasiado.

- Recapacita, hijo. Eres joven, impulsivo por tanto y, hasta donde he alcanzado a conocerte, un pesimista sin remedio. Pero tienes opciones. Un futuro, aunque sea un futuro a corto plazo. Lo que te estás haciendo a ti mismo es inhumano.

Volvía a sonreír. No temía nada. Sus esfuerzos se centraban únicamente en hacer comprender a los demás algo que probablemente nunca entenderían. Él era el rostro mismo de la muerte. No se limitaba a asumirla: la acogía, con una bienvenida visionaria de quien recibe, agradecido, a un huésped que es también su salvador.

- Doctor: la desgracia mayor del Ser Humano es la consciencia misma, el intelecto. Elegimos abandonar un camino sencillo, violar las leyes de la naturaleza. Hemos forzado a la evolución para que nos lleve donde deseábamos estar. Y ha funcionado. Pero el sendero ha ido quedando jalonado por los despojos de aquellos que no han logrado adaptarse. Ahí radica la verdadera fuerza de la Madre Tierra, que exige para sí un tributo a cambio del agravio. Nos hemos convertido a nosotros mismos en meras herramientas: útiles para el colectivo, letales para nosotros mismos. La mente es una máquina autodestructiva. Y la mía no ha hecho sino perfeccionar los métodos naturales de autoeliminación.

Se puso de pie, ante la atónita mirada del facultativo, que nadaba inútilmente en el estupor, tratando aún de ordenar sus pensamientos.

- Así que, si en algo estima su orgullo de raza, la honra suprema de pertenecer a la estirpe más digna de toda la creación, adopte una alegría colectiva: yo soy el resultado de vuestra evolución. La víctima de Darwin. El caso marginal que empaña una estadística, por lo demás brillante. Púdranse en su autocomplacencia. Yo buscaré la muerte a solas. Les haré ese regalo.

Tomo la puerta, anduvo, se alejó. Y ya desde el pasillo, como una fantasmal voz en off, se oyó su última frase:

- No me den las gracias.

No hay comentarios: