viernes, 9 de febrero de 2007

Tuve que hacerlo

No me quedaba otra opción. Ella había mancillado mi honor, estaba escupiendo sobre mi amor inmenso cuando gritaba a horcajadas sobre él, con los ojos cerrados y el pelo sudoroso cayendo sobre sus hombros y su espalda. Después se había reído. Fue la gota que colmó el vaso de mi desesperanza. Sé perfectamente que reía, detrás de esa careta de pálida incomprensión, cuando empezó a entender que aquello no era un juego, que su amante -ya muerto- se desangraba despaciosamente, empapando las sábanas, el colchón y, finalmente, las zapatillas a cuadros que había junto a la cama. Del cuchillo ya sólo era visible una pequeña parte del mango de madera. El resto separaba en dos partes iguales el corazón inmóvil de aquel hijo de puta. Al menos así lo visualizaba yo. Y no sentía culpa alguna: estábamos en paz. Un corazón rajado por otro hecho pedazos.

El sonido de las gotas sobre el parqué pareció extraerla de su pétreo estado. Movió los ojos nerviosamente, de aquel cuerpo desnudo a mi, y vuelta de nuevo, en un bucle que parecía no tener final. Fue entonces cuando descubrí que estaba comparando, que ante aquel sexo inerte, el mío le parecería pequeño, inútil. Sí, lo vi claro. Ella le prefería por un motivo tan sucio, tan egoísta, tan malvado.

Tuve que hacerlo. No me quedaba otra opción.

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